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Dos años después de que el presidente Vladimir Putin ordenara la invasión de Ucrania, ni Moscú ni Kiev muestran signos de ceder ante su rivalidad. Lo que alguna vez fueron dos pueblos hermanos, ahora se encuentran en un estado de odio mutuo. A pesar de las pérdidas sufridas y el alto costo pagado, ambas partes no parecen dispuestas a negociar un acuerdo político que ponga fin al derramamiento de sangre.
Desde el Kremlin, ninguna de las metas iniciales de la operación militar ha sido cumplida. La invasión, concebida para ser breve, no logró desmilitarizar ni desnazificar a Ucrania, ni liberar completamente las regiones de Donietsk y Lugansk. Aunque estas áreas se han anexado a Rusia, la expansión de la OTAN hacia el este no ha sido detenida, con países como Finlandia y Suecia buscando su admisión.
Por otro lado, Ucrania está lejos de alcanzar su objetivo principal: expulsar las tropas rusas de su territorio. Ha perdido aproximadamente el 20 por ciento de su territorio, incluida la península de Crimea anexada en 2014. A pesar de ello, se mantiene gracias al apoyo militar y financiero de Occidente.
Con una línea del frente de 1200 kilómetros, los soldados rusos y ucranianos sufren bajas diarias, mientras que la población civil en zonas afectadas vive con el constante temor a los bombardeos y las minas. La guerra entra en su tercer año, marcada por un conflicto que nunca debió ocurrir dada la relación histórica entre los dos pueblos.
Es un trágico recordatorio de la devastación que puede causar la discordia entre vecinos que alguna vez compartieron lazos culturales y familiares.
