La noche del 20 de agosto de 1989, en una tranquila casa de Beverly Hills, los hermanos Erik y Lyle Menéndez cometieron uno de los crímenes más impactantes de la época. Mientras sus padres estaban viendo la película “La espía que me amó”, ellos entraron y, a sangre fría, les dispararon con una escopeta. 🚨
Aunque fueron sentenciados a cadena perpetua sin opción de libertad condicional, la historia de los Menéndez pasó desapercibida por mucho tiempo. ¡Hasta ahora! Este año, su caso volvió a ser noticia gracias a un documental y una serie de Netflix, y lo más sorprendente: su caso está siendo revisado judicialmente por nuevas pruebas que nunca se presentaron en el juicio.
Este noviembre, 28 años después de su última aparición en tribunal, los hermanos participaron en una audiencia virtual desde prisión, donde su tía pidió su liberación, argumentando que era hora de que regresaran a casa. Sin embargo, su tío los calificó de “sangre fría” y dijo que deberían permanecer tras las rejas.
Lo más impactante de todo esto es cómo distintas personas, incluso dentro de su propia familia, los ven de manera completamente opuesta. ¿Son realmente “monstruos”, como sugiere el nombre de la serie de Netflix? O, como asegura su tía, ¿es posible que hayan cambiado?
Después de trabajar 30 años como psiquiatra forense en hospitales psiquiátricos y prisiones de todo el Reino Unido, con casos tan complejos como el de Tony, un hombre que mató a tres personas, llegué a una conclusión importante: nadie nace malo. Aunque al principio pensaba que los criminales eran una especie aparte, ahora sé que las mentes violentas no son tan fáciles de entender. La realidad es mucho más complicada que poner etiquetas como “malvado”.
Tony, uno de mis primeros pacientes en el Hospital Broadmoor, había decapitado a una de sus víctimas, pero cuando lo conocí, estaba completamente roto, con pesadillas recurrentes y un pasado lleno de abusos familiares. Su historia, aunque terrible, me mostró una verdad dolorosa: las personas, incluso los asesinos, pueden cambiar si reciben la ayuda adecuada. A veces, el primer paso es ser vulnerable.
Lo que aprendí durante mi carrera es que no todos los asesinos son psicópatas, como se suele pensar. En muchos casos, son personas que, debido a la violencia y el abuso en su infancia, terminan cometiendo crímenes horribles. Y aunque no todos los que sufren traumas violentos se convierten en agresores, muchos de ellos lo hacen. Pero lo que realmente importa es cómo se manejan esos traumas.
A lo largo de los años, he aprendido que el “mal” no es algo inherente a las personas. Todos tenemos la capacidad para la crueldad, pero los factores que nos llevan a actuar de manera violenta son específicos y complejos. Un simple “clic” de factores en la vida de alguien puede desatar una violencia inesperada. La juventud, el abuso de sustancias, los antecedentes de conflictos familiares… son algunos de los factores de riesgo que pueden hacer explotar esa violencia.
Lo que me gustaría que todos entendieran es que la mayoría de los crímenes no son producto de monstruos, sino de circunstancias y emociones humanas mal gestionadas. En mis años de trabajo, he visto a personas arrepentirse de sus actos, como Jack, un hombre que mató a su madre cuando era joven, pero que después de años de tratamiento, pudo reconocer el daño que causó y expresar arrepentimiento genuino.
Este tipo de empatía radical no solo es vital para tratar a los agresores, sino también para entender cómo prevenir futuros crímenes. Después de todo, no se trata de excusar la violencia, sino de entender cómo las mentes se vuelven violentas y trabajar para cambiarlas.
Aunque algunos casos, como los de los asesinos seriales, pueden ser irremediables, la mayoría de los agresores tiene la capacidad de cambiar si se les da la oportunidad y el apoyo adecuado. La clave está en la empatía, entender su historia y, sobre todo, darles la oportunidad de asumir responsabilidad por sus actos. Solo entonces podemos reducir la violencia de manera efectiva.