Cuando Pinin Brambilla se paró por primera vez frente a La última cena, no lo podía creer. “No sabía si lo que veía era de Leonardo o no”, contó alguna vez. Y es que la pintura estaba tan tapada de capas, yeso y retoques que el arte original era prácticamente invisible.

Era 1977 y Brambilla, una reconocida restauradora italiana experta en frescos del Renacimiento, aceptó uno de los retos más grandes de su vida: devolverle el alma al famoso mural que Leonardo da Vinci había pintado hace más de cinco siglos por encargo del duque Ludovico Sforza.
Pero no era la primera que intentaba salvarla. Antes de ella, seis restauradores ya habían metido mano, y en vez de ayudar, habían deformado rostros, expresiones y hasta edades. Uno de los apóstoles, Mateo, por ejemplo, había pasado de ser un joven a parecer casi un abuelo de cabello oscuro.
Desde el primer momento, Brambilla supo que la cosa no iba a ser fácil. La obra estaba deteriorada, pero lo peor eran los intentos fallidos por “arreglarla”. Ella misma se puso a estudiar qué materiales usaron sus antecesores, cómo habían trabajado, y qué podían rescatar realmente.

Pero, ¿por qué esta obra tan icónica se deterioró tan rápido?
Resulta que Da Vinci, en su afán de perfección, se saltó la técnica tradicional de los frescos (que requiere pintar sobre yeso húmedo para que el pigmento se fije bien) y probó una técnica nueva: usar témpera y óleo sobre una pared seca. ¿El resultado? La pintura empezó a desprenderse apenas 20 años después de terminarse, según escribió Walter Isaacson en su biografía de Da Vinci.
Para 1652, la imagen estaba tan dañada que los monjes no dudaron en abrir una puerta justo en medio del mural, ¡y le volaron los pies a Jesús!
Y no solo eso: la humedad de un arroyo subterráneo, el humo de la cocina, el vandalismo de la Revolución Francesa y los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial también hicieron lo suyo.
Aun así, lo que más preocupaba a Brambilla era el desastre provocado por las restauraciones anteriores. Con un equipo chiquito y muchísima paciencia, empezaron a trabajar en zonas mínimas, de apenas 5×5 cm. Usaron lupas, herramientas de precisión y disolventes especiales para quitar con cuidado las capas superiores sin dañar lo poco que quedaba del original.

El proceso fue lento y demandante, tanto que un solo fragmento podía tardar meses, incluso años. Además, entre visitas de personajes como la princesa Diana y problemas técnicos, el trabajo se alargó más de lo esperado.
Brambilla se dedicó en cuerpo y alma, a tal punto que su esposo llegó a pedirle que parara. “Esto ya es suficiente, quiero vivir un poco”, le dijo en una ocasión. Pero ella estaba completamente entregada. “Me obsesioné”, reconoció años después.
Finalmente, en 1999, tras más de 20 años, dio el proyecto por terminado. Ya tenía más de 70 años.
Gracias a su trabajo, los trazos recuperaron vida, los pliegues del mantel se distinguían, la comida era visible, y lo más importante: los rostros de los apóstoles volvían a reflejar emociones reales. Algunos críticos creen que se perdió parte de la pintura original; otros opinan que así fue como Da Vinci la imaginó.
Brambilla, por su parte, quedó satisfecha, pero también con el corazón apretado. “Fue duro despedirme. Siempre dejo una parte de mí en cada obra que restauro. Es como perder algo propio”.