En Colombia, ser político no solo implica enfrentar riesgos en el presente, sino cargar con una memoria de violencia que se hereda y revive generación tras generación. Así lo viven figuras como Iván Cepeda, senador del Pacto Histórico, que dice que nunca ha conocido la política sin miedo. “Salvo en dos exilios, siempre conviví con ese miedo. Al final se vuelve parte del día a día”, reflexiona Cepeda, apenas unos días después del atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, quien sigue grave tras ser baleado en un mitin en Bogotá.

Este ataque recordó a muchos el oscuro capítulo de la violencia política de finales de los 80 y principios de los 90, cuando los asesinatos de políticos, periodistas y líderes sociales eran noticia cotidiana en Colombia. Uribe Turbay y Cepeda, ambos víctimas de amenazas y ataques, simbolizan esa memoria del odio que no cesa y que a menudo golpea a familias enteras vinculadas a la política por décadas.
La historia de estas familias es trágica pero también de resistencia. La madre de Uribe Turbay, la periodista Diana Turbay, murió en 1991 tras ser secuestrada por el Cartel de Medellín. Por su parte, el papá de Iván Cepeda, Manuel Cepeda Vargas, fue asesinado en 1994, víctima de la alianza entre agentes estatales y paramilitares. A pesar de esto, tanto Cepeda como Uribe Turbay y otros siguen en la lucha política, enfrentando constantemente amenazas y presiones.

Cepeda, con 63 años, lleva décadas promoviendo la paz, habiendo mediado en diálogos con grupos como el Clan del Golfo, ELN y Farc. Aunque asegura que la violencia ya no es como antes, reconoce que la agresión contra Uribe Turbay es un recordatorio brutal de que la amenaza persiste. Para él, el odio en Colombia está tan arraigado que matar a alguien no basta, sino que lo siguen matando en la memoria y en la honra familiar. Eso explica, dice, por qué su apellido genera tanto rechazo: “No solo por lo que representamos, sino por las reformas que impulsamos para acabar con una desigualdad brutal”.
María José Pizarro, otra voz fuerte del Pacto Histórico, también ha sentido en carne propia ese legado. Hija de Carlos Pizarro Leongómez, excomandante del M-19 y candidato presidencial asesinado en 1990, ha dedicado su vida a defender la paz y los derechos de las víctimas. María José vivió exiliada desde niña y hoy es una de las líderes que intenta mantener viva la memoria para evitar que la historia sangrienta se repita. No es casualidad que denunciara amenazas tras el atentado a Uribe Turbay.
Este ciclo violento tiene raíces profundas: a inicios de los 90, la tasa de homicidios en Colombia superaba los 70 por cada 100,000 habitantes. Hoy, aunque bajó a 25.4 (la más baja en cuatro años), sigue siendo una de las más altas de la región, con grupos criminales que buscan desestabilizar y generar terror para mantener su poder.
El peso de la herencia política se ve también en figuras como Carlos Fernando Galán, alcalde de Bogotá y hijo de Luis Carlos Galán, uno de los políticos más emblemáticos asesinados en los 80. Galán padre soñaba con cambiar el país y acabar con el narcotráfico, pero fue asesinado en plena campaña. Su hijo, con la misma pasión, ha enfrentado múltiples desafíos, desde la crisis del agua en la capital hasta los últimos atentados.
Otro caso similar es Rodrigo Lara Restrepo, hijo de Rodrigo Lara Bonilla, exministro de Justicia y símbolo anticorrupción que fue asesinado en 1984 por órdenes de Pablo Escobar. Lara Restrepo también se metió en la política y fue apodado “zar anticorrupción”. Desde esa posición, ha denunciado cómo las fuerzas criminales intentan usar la violencia para intimidar a la sociedad y al Estado.

Para entender esta violencia hay que recordar que la política colombiana está marcada por apellidos que llevan décadas en el poder y que encarnan luchas y heridas profundas, como Cepeda, Pizarro, Uribe, Turbay, Galán y Gaitán. La investigadora Laura Bonilla explica que esa tradición genera tanto respeto como resentimiento, sobre todo en momentos de reformas sociales como las que impulsa hoy Gustavo Petro.
El llamado, entonces, es a no dejar que la memoria de odio siga alimentando la violencia y a buscar un acuerdo nacional que termine con este ciclo sangriento. Como dice Cepeda, Colombia no puede desanimarse ni caer en una espiral de venganza.