El crack que descifró a los #Nazis… ¡y también las manchas de los #Leopardos! 🐆🧠

Muchos nos hemos quedado viendo embobados los patrones tan locos que tienen algunos animales —como las rayas de las cebras o las manchas de los leopardos—, pero pocos se preguntan si hay alguna lógica detrás de tanta belleza salvaje. Y todavía menos se lo plantean usando matemáticas.

Uno de esos genios fue Alan Turing, el mismo que ayudó a descifrar los códigos nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Pero lo que pocos saben es que, después de esa hazaña, se clavó en un misterio igual de fascinante: ¿por qué los seres vivos tienen los patrones que tienen?

A Turing le llamaban la atención cosas como la simetría en las margaritas, que suelen tener 34, 55 o 89 pétalos. Justamente esos números aparecen en la famosa secuencia de Fibonacci, donde cada número es la suma de los dos anteriores. Entonces pensó: si hay un orden en eso, tal vez la naturaleza no es tan caótica como parece.

Desde 1948, ya instalado en Manchester, salía a recorrer los campos de Cheshire buscando señales matemáticas entre flores, plantas y hojas. Lo suyo ya no era solo informática: ahora quería entender cómo se forma la vida desde cero.

En su último artículo, publicado en 1952 en la revista de la Royal Society, planteó algo revolucionario: que las formas y patrones en los seres vivos se crean gracias a sustancias químicas que se comportan como si jugaran a policías y ladrones.

Turing les llamó morfógenos (de “forma” y “generar”), y explicó que funcionan en una dinámica llamada reacción-difusión intercelular. Básicamente, uno activa una función (como pintar una mancha), y el otro la frena (como borrar lo que sobra). Así, al competir entre ellos, crean cosas tan únicas como las manchas de un guepardo o las rayas de una cebra.

¿Y cómo lo probó? A punta de ecuaciones —bastante pesadas para su época, por cierto— logró simular en una computadora un patrón que se parecía muchísimo al pelaje de una vaca. Increíble para los años 50.

El artículo se llamaba “La base química de la morfogénesis”, y aunque fue ignorado durante décadas, hoy es uno de los más citados en la ciencia moderna. Fue tan adelantado a su tiempo que pasaron más de 20 años para que alguien empezara a valorarlo como se merece.

Eso sí, Turing no lo tuvo fácil. Para cuando publicó ese estudio, aún era un desconocido fuera del mundo académico, porque todo su trabajo durante la guerra era secreto. Recién en los 70 se empezó a reconocer todo lo que había hecho.

Pero como buen adelantado, no se quedó ahí. En sus últimos años, se clavó también con los girasoles. Le fascinaba la manera en que sus pétalos y semillas seguían patrones espirales que, adivina qué… ¡también seguían la secuencia de Fibonacci!

Inspirado por un estudio previo del holandés J.C. Schoute, Turing desarrolló una teoría para explicar por qué estas secuencias aparecen en las plantas. Aunque murió en 1954 sin poder comprobarla, más de 60 años después, científicos de todo el mundo se pusieron a plantar girasoles —literal— para ver si tenía razón.

Y sí: la Royal Society publicó que sus cálculos encajaban con los resultados, pero además surgieron nuevos patrones que también podían explicarse con sus fórmulas. Una locura.

¿Qué impacto tuvo todo esto? Enorme. Su modelo ayudó a sentar las bases de la biología matemática, una disciplina que busca entender los secretos de la vida a través de ecuaciones. Su influencia ha llegado a campos tan diversos como la neurociencia, la criminología, la geología o el diseño de filtros de agua.

Turing sabía que su teoría era solo el inicio. Al cerrar su artículo, escribió con humildad:
“Los sistemas biológicos que traté aquí son imaginarios, pero los principios discutidos podrían ser de ayuda para interpretar las formas reales”.
Y se fue a contar pétalos otra vez.

Autor Itzel G. Bandala

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