El régimen de Bashar al Asad, que gobernó Siria por más de dos décadas, llegó a su fin el 8 de diciembre, marcando el colapso de una dinastía autoritaria encabezada por el partido Baaz. Su derrocamiento fue recibido con celebraciones en todo el país, poniendo fin a años de represión, guerra y devastación.
Asad, quien asumió el poder en el año 2000 tras la muerte de su padre, inicialmente fue visto por algunos como un reformista potencial. Sin embargo, esa percepción se desmoronó con el tiempo, especialmente tras las protestas de la Primavera Árabe en 2011. Las manifestaciones, que exigían reformas democráticas, fueron sofocadas con brutalidad, convirtiendo al régimen en un símbolo de represión. El uso de armas químicas en Guta en 2013 y ataques a hospitales y escuelas dejaron claras las tácticas despiadadas de su gobierno.
El régimen sobrevivió gracias al apoyo de aliados clave como Rusia, Irán y las milicias financiadas por este último, incluido Hezbolá. En 2015, cuando el gobierno de Asad apenas controlaba el 10 % del territorio sirio y enfrentaba un colapso financiero, la intervención militar de Rusia fue crucial para mantenerlo en el poder. Sin embargo, con el paso de los años, la falta de respaldo internacional y la disminución de recursos dejaron al régimen sin margen para sostenerse.
La guerra civil en Siria, desatada por la represión de las protestas, dejó un saldo de cerca de 600,000 muertos, miles de torturados en cárceles y millones de desplazados. Testimonios y juicios en países como Alemania han documentado las atrocidades del régimen, evidenciando crímenes de lesa humanidad. No obstante, Bashar al Asad no enfrenta cargos en la Corte Penal Internacional debido a que Siria no reconoce su jurisdicción, y el apoyo de Rusia en el Consejo de Seguridad de la ONU ha bloqueado intentos de llevarlo ante la justicia.
El colapso del régimen ocurrió de manera inesperadamente rápida, dejando un país destruido y traumatizado. Para figuras como Haytham Alhamwi, activista sirio y ex preso político, este momento marca un hito en la lucha por la libertad y los derechos humanos. Sin embargo, también refleja el fracaso de la comunidad internacional en proteger a la población civil durante los años más oscuros del conflicto.
El fin del régimen de Asad abre una nueva etapa para Siria, pero las cicatrices de la guerra y la represión persistirán en un país que busca reconstruirse tras décadas de violencia y dictadura.