Adrianyela Contreras dejó todo en Venezuela con la esperanza de empezar una nueva vida en Estados Unidos. En septiembre de 2024, tras semanas de caminata y haber atravesado el temido tapón del Darién con su hija de dos años, llegó a México con un solo objetivo: conseguir una cita para ingresar legalmente a EE.UU. Pero todo se derrumbó el 20 de enero.

Ese día, una de las órdenes ejecutivas que firmó Donald Trump al asumir la presidencia suspendió la aplicación que permitía a los migrantes solicitar citas en la frontera. Las citas programadas fueron canceladas y cruzar de forma irregular tampoco era opción para ella. “Si te agarraban en la frontera, te deportaban a Honduras o Guatemala”, cuenta Adrianyela.
Sin alternativas, decidió regresar a Venezuela, junto con cientos de migrantes que, como ella, habían quedado en un limbo. Vendiendo dulces, limpiando vidrios de carros y pidiendo dinero, logró reunir lo suficiente para costear su regreso en autobús, atravesando país por país. Pero su camino de vuelta no sería fácil.

Cuando llegó a Paso Canoas, en la frontera entre Costa Rica y Panamá, se topó con un bloqueo: funcionarios panameños impidieron su entrada porque, desde julio de 2024, las relaciones entre Panamá y Venezuela están rotas. Sin vínculos diplomáticos, Panamá no puede deportar venezolanos a su país, dejando a los migrantes varados en tierra de nadie. Durante cinco días, Adrianyela y otros migrantes quedaron atrapados en un Centro de Atención Temporal a Migrantes (CATEM) en Costa Rica, sin saber qué hacer.
Mientras tanto, los ministros de Seguridad de Panamá y Costa Rica negociaban un “retorno seguro”. Finalmente, Panamá decidió trasladarlos a la provincia del Darién para, en teoría, facilitar su regreso a Venezuela por vía aérea o marítima. Les prometieron un vuelo humanitario desde el aeropuerto de San Vicente hasta Cúcuta, en la frontera con Venezuela. Pero la realidad fue otra.
El 17 de febrero, abordaron autobuses emocionados, creyendo que estaban a punto de regresar a su país. Pagaron $60 dólares por el viaje, pero tras una noche en carretera, no llegaron a ningún aeropuerto, sino a la Estación Temporal de Recepción de Migrantes (ETRM) de Lajas Blancas, un centro en plena selva panameña. “Nos trajeron con mentiras. Nos dejaron aquí engañados“, denuncia Adrianyela.
El lugar, usado para recibir a quienes llegan desde el Darién, no está diseñado para albergar migrantes a largo plazo. Aunque hay agua y comida, la infraestructura es precaria: duermen en casetas de madera, con calor sofocante y bajo ataque constante de mosquitos. La hija de Adrianyela ha sufrido picaduras severas y ya necesita tratamiento médico.
Las autoridades panameñas han hablado de trasladar a los migrantes en avión hasta Cúcuta, pero no hay ningún acuerdo oficial con Colombia. De hecho, el alcalde de Cúcuta, Jorge Acevedo, dejó claro que su ciudad ya enfrenta una crisis humanitaria con más de 25.000 desplazados por el conflicto en el Catatumbo y que no tiene capacidad para recibir más migrantes.
Mientras tanto, los venezolanos atrapados en Lajas Blancas siguen sin respuestas. Algunos han optado por pagar $235 dólares por una lancha que los acerque a la frontera con Colombia, pero no es una opción segura. El sábado, una de esas embarcaciones naufragó y una niña de ocho años perdió la vida.

Para Adrianyela, cruzar el Darién otra vez no es una opción. “Ahí te roban, te violan, te matan”, dice. Un amigo suyo perdió a su esposa y a su hija en ese mismo trayecto. “No queremos volver a vivir eso.“
Por ahora, los días siguen pasando en Lajas Blancas sin certezas. Sin dinero, sin trabajo y sin un plan claro por parte de las autoridades, el regreso a casa se ha convertido en una nueva pesadilla para estos migrantes.